Poesías y Poetas
Siglo XXI.
Ana María Olivares
Ana María Olivares nace en Novelda. A edad muy temprana pierde a sus padres por lo que se traslada a Jumilla. Es en este pueblo murciano donde toma contacto con la Literatura de la mano de una de sus primeras profesoras, Doña Ana Tomás Herrero quien le descubrirá los placeres de la lectura poética. Comenzará leyendo a los clásicos españoles, renacentistas y barrocos, pero será la figura señera de Antonio Machado la que le marcará el camino, que desde sus inicios a los 12 años de edad no habrá de abandonar hasta el momento.
Ha publicado cinco poemarios con anterioridad: Al viento voy a contarle (1994, Colección Jumillea), Ausencias (1999, Concejalía de Cultura de Jumilla), Noches de Sándalo (2004, DK Desarrollos, Estepona), Mareas de Otoño (Ediciones Cardeñoso, Vigo) y A solas con Selene (2010, Editorial Poesía Eres Tú, Madrid). Su ultimo poemario publicado es Escrito en la memoria (Antología Poética. 1976 – 2015)
Ana María además ha grabado el CD Acordes de Melancolía con Antonio Piñana a la guitarra (2007, Blues Proyect Música, Molina de Segura).
Recuerdo
Un tibio rayo de sol
intenta calentar la tierra
¡qué fría está la mañana!
¡qué paz se respira en ella!
qué bella tierra soriana,
los álamos, las riberas,
ese río que te baña
—río Duero por más señas—
en cuya orilla quizás
alguna enamorada tiembla.
Tu nombre, Soria, he grabado
como a fuego en mi cabeza
y en la corteza del olmo
como si de un rito fuera
he escrito tu nombre, Soria,
y he escrito también la fecha;
porque este día bendito,
el día que pisé esta tierra
quedará por mí grabado
aquí en mi corazón y en tu corteza.
A un árbol
¡Qué duro es verte sufrir
y estarse así tan quieto!
Quién pudiera rodearte
y abrazar tu esbelto cuerpo,
responder a tus palabras
ser guardián de tu secreto;
devolverte tus miradas,
susurrarte un te quiero…
¡Quién ha dicho que no siento!
Yo me aflijo con tu pena,
yo te arrullo en el silencio de la noche;
por no tener lágrimas
ni ojos para mirarte,
porque mi corazón no late…
será por eso que te llaman loca
cuando vienes hasta mí todas las tardes.
Sé de tu dolor y callo…
mecidas por el suave viento
mis frágiles ramas suspiran,
me abrazas, yo me estremezco.
¡Qué duro es verte sufrir
y estarse así tan quieto!
Quisiera a tu lado estar siempre
sonreírte, acariciarte…
pero no puedo moverme
tampoco puedo hablarte,
tan sólo soñar contigo,
amarte en silencio…
mas tu buscas consuelo y amor en otra parte;
no ves en mí sino a un viejo árbol
donde puedes refugiarte,
sin que nadie te moleste
sin que nada te delate,
no te das cuenta que sufro;
que me duele tu desaire,
maldigo el día en que árbol nací y no hombre.
¡Qué duro es verte sufrir
y no poder ayudarte!
A quienes se fueron
No es posible soportar tanta tristeza,
tanto desconsuelo, tanta soledad,
apenas si el aire a mis pulmones llega;
es irónico pensar que de niña no os extrañara
y ahora que soy una mujer
me sienta tan incompleta.
Me falta un beso de buenas noches,
una caricia cuando estoy enferma,
un abrazo cuando las cosas no funcionan,
una palabra de aliento que me haga sacar fuerzas.
Quiero que os vengáis conmigo de vacaciones,
que juguéis con mis hijos en la arena,
quiero que hablemos en las soleadas tardes
de vestidos, de chismes, de recetas;
quiero hacer todo eso que una hija hace
cuando sus padres están con ella.
Quiero que estemos juntos en Navidad,
que cenemos en Nochebuena,
quiero que sequéis las lágrimas de mis ojos,
que me abracéis en un día de tormenta.
Ya no puedo soportar más esta angustia,
ya no resisto el vacío que me apresa,
no me basta pensar que desde el Cielo,
veláis por la hija que dejasteis en la tierra.
No me basta contemplaros en las fotos
no quiero poneros flores…ni encenderos velas,
quiero que compartáis conmigo esta vida,
no quiero esperar a esa otra que llaman vida eterna.
Quiero despertarme mañana muy temprano,
pensar que todo ha sido una quimera
un mal sueño, una horrible pesadilla,
algo que la vida me robó tan sólo en mi inconsciencia.
Delirio, pasión, fuego, locura,
quimera, lujuria, ardor, deseo,
detener el instante en que te veo,
entregarme a ti plena de ternura.
Engañarme a mí misma cada día,
pensando que sientes lo que yo siento,
tratar de imaginar que te tendría,
soñar con la ilusión de que te tengo.
Amor prohibido que me está matando,
veneno que circula por mis venas
dolor que a mi puerta vienes llamando.
No quiero soltarme de tus cadenas
prefiero continuar esperando,
conocí el amor… ya me siento llena.
pude amarte, ser tu esclava
beber sedienta en tu boca…
…y nunca sucedió nada.
Te tuve tan cerca de mí
me miraba en tu mirada
rozaban mis dedos tu piel…
…y nunca sucedió nada.
Quise enredarme en tu pelo
quise entregarte mi alma
quise eternizar tu imagen…
…y nunca sucedió nada.
Ahora lejos aún te siento
me esquivas, no dices nada,
lloro por lo que tuvimos…
…y nunca sucedió nada.
Una noche cualquiera de hace años,
una habitación destartalada y vieja,
una pequeña mesa bajo la ventana,
dos niñas que estudian, ríen y sueñan.
Un perro ladra a lo lejos en alguna parte…
una fina lluvia se cuela entre las grietas,
el sonido del viento se entremezcla
con canciones de Serrat y voces nuevas.
Estancia anhelada y añorada,
donde pasé mis días más felices,
donde viví mis horas más intensas;
nada queda ya de aquella alcoba…
ya no están la ventana ni las grietas,
ya no se escuchan risas ni canciones…
ni siquiera el recuerdo de un poema;
las niñas, hoy mujeres se marcharon,
sólo habitan el silencio y la tristeza.
La puerta se abrió de pronto,
el sol penetró a hurtadillas,
sólo se veía el negro
de las ropas que traían;
los velos sobre los rostros
las lágrimas en las mejillas.
Aquella tibia mañana
se volvió de pronto fría.
Sabía que te había perdido
aunque nadie lo decía,
y buscaba una respuesta
en las miradas vacías.
No, no puede ser cierto
me repetía a mí misma,
no puedes abandonarme
necesito tus caricias.
Me arrancaron de mi casa
como quien corta una flor
sin pensar en lo que hacía…
y nadie me preguntó
qué opinaba… qué sentía.
En aquella habitación
donde una vez hubo risas
quedaron mis ilusiones
y mi niñez ya perdida.
Todo acabó para mí
mas seguía estando viva…
y volvió a amanecer
y la vida proseguía.
cuando me falten las fuerzas,
cuando mis brazos te busquen
y se cierren con tu ausencia;
no llores por mí ni pienses
que tu culpa es mi pena,
búscame en un verso perdido,
búscame en una noche serena,
búscame en el plenilunio…
en una tarde violeta,
en el azabache de tus pupilas,
en el aroma del campo,
en el sentir de la tierra.
Yo estaré cerca de ti…
no te asustes cuando sientas
que el viento roza tu rostro
y con su aliento te quema,
pues no es él mi bien amado,
son mis labios que te besan.
Castilla que hasta mí te asomas
con timidez… con reparo,
Castilla que acunaste mis noches
de insomnios descontrolados.
Castilla de mi niñez…
Castilla que tanto amo,
paisaje árido y yerto
tarde gris… azul Moncayo.
Quiero perderme en tus calles,
olvidar todo lo antaño,
tibio sol, viento que soplas,
mi dulce y fiel aliado.
Conviérteme en suave brisa
deja que meza los álamos
y en las tardes solitarias,
tardes de reflejos dorados,
deja que mimosa roce
los labios de mi enamorado.
Alma siempre solitaria,
Noches de frío en vela,
Tienes la mirada ausente,
Orate de amor por ella.
No perdiste la esperanza.
Ignoraste la evidencia,
Obstinado le imploraste
Milagro a la primavera.
Aquella tibia mañana,
Caminando por la ribera.
Hombre que se definió “bueno”.
Amante fiel y poeta.
Días aciagos vendrán.
Obscuro sino te espera.
Y lloré ante tu sepulcro Leonor
Late corazón… no todo
se lo ha tragado la tierra…
- Machado
Y lloré ante tu sepulcro Leonor
allí donde en paz reposas,
un ciprés vigilante te guarda
velada por un cerco de forja.
Y lloré ante tu sepulcro Leonor…
porque estás sola en la fría morada,
aquel hombre que tanto te amó
doliente yace muy lejos de España.
Y lloré ante tu sepulcro Leonor…
lágrimas de dolor, de tristeza, de rabia;
la muerte contigo no tuvo compasión,
la vida a mí me sumió en la desesperanza.
Y me marché de Soria, Leonor,
y ahora sé que los sueños se acaban,
la ilusión que hasta allí me llevó
la dejé a tu lado enterrada.
quiero volver a acunarte
con el murmullo del agua
y mis versos a la tarde.
Río manso que transcurres
por estos yertos parajes,
donde la primavera brota
de tus ramas invernales.
Quiero volver porque siento,
que allá… en alguna parte,
tengo que dejar mi huella
así como tú la dejaste.
Quiero volver pues mi sueño
sólo se cumplió en parte,
no vi los álamos dorados
ni el Duero susurró mi nombre.
Quiero volver al Espino…
subir y dejarte flores,
contarte toda la pena
que me traje en el equipaje.
Quiero volver… mas no creo en milagros,
ni en quimeras, ni en azares,
jamás escucharé las palabras
que tú con amor pronunciaste.
Muerta sí… pero qué dicha
haber sido su amante,
fiel esposa, mujer niña
compañera inseparable.
Muerta sí… pero yo te envidio
porque te amaron y amaste,
¿qué puede haber en el mundo
más hermoso y más grande?
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido;
polvo serán, más polvo enamorado”.
Quevedo
Cuando yo ya me haya ido,
cuando ya no esté en la Tierra,
cuando mi espíritu vague
errante entre la niebla;
no quiero que nadie llore
falsas lágrimas de pena
ni quiero que las beatas
murmuren… ¡qué buena era!
No quiero misas ni rezos
que contengan palabras huecas,
ni fotos, ni flores… nada…
nada que adorne la fría piedra.
No quiero que vistan negros lutos,
ya los tuve de pequeña…
y de nada me sirvieron;
cuando partes… no regresas.
Quiero que se me recuerde
pluma en mano… ante un albo papel
escribiendo algún poema,
con la mirada perdida
en una tarde serena.
Quiero que se me recuerde
como una mujer que amó
con pasión… con total entrega,
y nunca causó daño alguno
aunque nadie la creyera.
Quiero que se me recuerde
volando libre… como un ave,
sin ataduras ni rejas;
un alma que buscó incansable
el amor a manos llenas.
Quiero que mi legado sea
una vida de experiencias,
donde tuvo su cuna el dolor
mas también el placer y la belleza.
Cuando los años transcurran,
cuando ya nadie se acuerde
de aquella infeliz mujer
que esperaba temerosa
una eterna primavera…
alguien en algún lugar
encontrará una nimia libreta
y en ella recorrerá
verso a verso…su vida entera.
Quiero al fin que mis cenizas
duerman en aquella tierra
donde una vez fui feliz
…donde vivió mi poeta.
Que el viento haga con ellas
remolinos de quimeras;
corre viento, no te detengas,
concédeme la paz eterna.
Y quien quiera que me busque
en tu orilla Duero… en tu ribera,
en tu dorado paisaje,
en los álamos… en las estrellas.
Enfermo, melancólico, cansado, viejo,
apenas ya sin fuerzas para nada,
con el peso de los recuerdos sobre tus hombros
partiste exiliado de tu España.
Atrás quedó la rama verdecida,
la esperanza que un día fue tu aliento;
allí en el Espino dejaste tu vida
pues se puede respirar estando muerto.
Aquella funesta premonición de antaño
que quedó en tus nacientes versos reflejada
estaba pronta a cumplirse, tú lo sabías,
y sin mirar atrás caminabas con el alma atribulada.
Abriste los ojos Ana,
cuando nadie esperaba que despertarías,
y tu mirada perdida
buscaba a tu hijo…
¿Dónde está Antonio? Decías…
Tu voz débil, entrecortada
apenas se percibía.
“No te preocupes, madre
volverá… duerme tranquila”.
Un sombrío velo de tristeza
se instaló en tu rostro;
sabías que todo era mentira,
una madre lo presiente
el corazón se lo dicta.
Extenuada te entregaste al sueño eterno
ya nada te retenía
y te fuiste serena a buscarlo
a la agreste tierra de Castilla.
Miguel Ángel Baamonde.
IINTERMITENCIAS
Poesía última
MIGUEL ÁNGEL BAAMONDE
Surcos vacíos,señal
Surcos vacíos,
sin materia;
señal de nada inducida al viento.
Yo,
curioso de mí mismo, siento en mí el latido extremado
que me señala en su ritmo cómo se cae el tiempo.
Y me duermo
sin saber
si ya
estoy muerto
o si continuo viviendo más allá del entorno
que quiere ceñirme, amortajándome el cuerpo.
La puerta,
de goznes callados,
se abre en silencio,
mientras la imagen se explica gracias al azogue del espejo.
Y está el misterio abierto.
Porque puerta y espejo son algo
que siempre se queda en las afueras
del tiempo,
aguardando
que alguien las abra o se asome
al permanente abismo de lo incierto.
Se mueve, inquieto, muy dentro de lo bruno que, cálido,
lo acoge en el seno.
Negro.
Tal vez lo maldito,
lo callado en la vida
y oculto
sea eso.
Tan solo un color: negro.
Lo negro no suma
sin la luz abierta al espacio,
ni esos ojos ensoñados que miran como el mundo se va diluyendo.
Lo negro es compacto,
espeso,
muy sólido,
no se borra
aunque transcurran eones de tiempo.
¡Tal vez algún día consiga
yo mismo
romper la aviesa cerraja
y escapar del ahogo,
saltando a la luz y a la vida
de un mundo luminoso y abierto!
¿Qué se desea ya a estas edades? Nada;
o quizá muy poco.
Tal vez la realidad de un sueño o el sonido inefable de una voz que entraña lo inapreciable.
Deseos;
suavidades que se deslíen
como agua escurridiza
entre los dedos.
Nada queda;
va quedando,
anclado siempre
entre los años del olvido
y los menos que todavía pretendemos.
Crecer.
Dar forma a la vida y al cuerpo. Alimentar
la mente,
el corazón
y el deseo.
Sentir que la carne se asienta en los brazos,
piernas
y pecho;
y que se enriquece lo íntimo
con lo que vemos y aprendemos.
Estar siempre en nosotros proyectándonos desde dentro a las afueras del cuerpo
y sentir que éste se tensa
al tropezarse con otro
que no se parece al nuestro.
Soy yo,
yo quien clama
por la locura del beso,
por los colores del cuadro, por lo que dicen los versos; y también
—¿Por qué no?—
por lo que pide mi cuerpo para mantenerse vivo
y no sentirse muriendo.
También el tiempo es cosa nuestra.
Lo llevamos dentro.
Interior más que externo,
ya que apenas vemos
que los cambios lo cruzan como el viento en las praderas, acariciando la hierba suave, brizando el pensamiento.
Por dentro; por dentro
sí que lo sentimos
correr por nuestras venas, golpeando, latiendo,
con fuerza.
Pasamos nosotros;
el tiempo está inmóvil sin que apenas se note que envejece la pena.
La mirada lejana
se duerme en la arena.
Estoy aquí,
plantado como algo inamovible sobre la tierra, sintiendo su latir bajo los pies desnudos.
Yo soy, en cierto modo, la vida que se expande en un cosmos sin límites ni tiempo,
infinito y eterno, sin medidas
que lo cerquen o ciñan a mí mismo.
Estoy aquí,
sintiendo que el aire me modela
como al mármol el cincel del escultor, sintiéndome progresar a cada instante en la sangre que, insistente,
me recorre.
Este soy yo,
yo mismo
respirando sin ahogos
la vida que empieza, al abrirse
cada mañana
a la luz del mundo nuevo,
como si empezase, desde dentro,
lo que siento latir cuando miro
la hierba, las nubes, el árbol o la mar.
Así soy yo,
nacido porque sí, en la naturaleza
que a cada momento va formando el mundo, al tiempo
que a mí me sitúa
y me coloca
como centro de todo lo que veo.
Yo;
la palabra más completa,
que acoge y abraza la vida toda que formamos el cosmos
y mi ego.
II
¿Existe el tiempo? —preguntaron—.
No existe.
Nosotros lo inventamos
para dar razón de nuestro ser al existir,
encerrándolo
en horas, días, años y milenios, y en su propia cárcel
nos hizo sus prisioneros.
Dios no es, está en mí
—no yo en él—
que lo levanto en mi idea hasta que lo alcanza el otro, que lo completa.
Le doy la forma que quiere, que desea,
unificándola con otros hasta dejarla ya plena.
Solo entonces,
y no previo,
dios es el Dios que nos crea, porque siempre, un poco antes, nosotros
le dimos su real existencia.
Vivir,
mirando hacia lo alto como los árboles.
Pero nunca quietos, inalterables;
creciendo en todo,
desde la hondura del pensar hasta el hábito de la rutina.
Vivir,
completar las ambiciones alcanzando plenos
el instante del gran salto.
Morir,
quedarse quieto
y cerrar los ojos.
Detenerse
en lo que se supone que es lo que medimos.
Atravesar la puerta
que separa los sentidos
y adentrarse
en la sorpresa de lo ignoto.
No volver
de lo que no se vuelve, y dejarse llevar
por un vuelo infinito sin saber
si llegaremos o no
a alguna parte.
Despedirse
de los que quisimos y aquí dejamos
y, tal vez,
gozar de lo nuevo tras el quicio
que se cierra. ……………….
Es, en lo hondo,
lo que soñamos en el último adiós.
¡Dormir!
¡Querer la paz!
Hundirse en la negrura
del descanso apetecido.
Esperar inútilmente
ese sueño que no llega,
y sentir que vibra todo el cuerpo
por la dislocada sensación de estar ahí. Tensar los nervios
y cerrar los ojos
en esfuerzo vano, aun con sentido
de buscar lo que no viene
ni se encuentra.
¡Insomnio!
Maldición de los dioses
que juegan con nosotros —desde siempre, desde siglos— al juego de los dados
y al azar.
¡Todo mío!
La vista lo abarca todo, sin buscar las cercas que lo ahogan.
El espacio es así; ilimitado,
amplio y sin perfiles que señalen dobleces en el mismo.
El Todo en su pureza,
que se expande ante mi vista
limpio,
sin que nada ni nadie lo enturbie
en su prístina transparencia.
Pero el hombre, nosotros,
los que pateamos entre el barro, pretendemos apresarlo
en nuestras manos,
sin constatar que siempre se disuelve como agua que resbala
entre los dedos.
¡Todo mío!
Y contento de sentirme en él,
envuelto.
La paz vacía
o la nada sin problema;
quedarse quieto sin pensar en nada, sin contar las horas
ni los días del calendario.
La mirada resbalada
por la nada de las cosas
al forzar a la desgana
que se nutre de sí misma
sin impulsos que interrumpan ese no hacer continuado.
Es la monótona existencia
de un tanto por ciento inusitado de ese monstruo que camina
en dos pies
y que llamamos ser humano.
¿Qué fue de aquellos dos
que un día vimos cogidos de la mano? ¿O de aquellos otros
besándose en el parque,
que acabaron entre odios?
La rutina,
¡la maldita!
La costumbre,
¡tan odiosa!,
que corrompe
y desgasta toda gracia a fuerza de pudrirla…
Nada más;
ni tragedia
ni tampoco una comedia. Lo vulgar
de cada día.
Solo eso. ¡Qué tristeza!
III
ATMÓSFERA
Aire envolvente, sutilidad sin forma que apenas se percibe en lo que es el todo de lo habitado.
Difuminando árboles camperos
o afinando perfiles de esquinas
que refuerzan el trazado lineal de las callejas, ahí está,
incorpórea,
intáctil a las yemas de los dedos, imprescindible sin embargo,
arropándolo todo
en su propia imprecisión.
Necesaria
para mantener
al ser aleteante
y también al no-ser que contrapone el sí y el no
de la existencia.
No es la nada,
pues lo llena todo;
pero sin perfiles
se asemeja a esa carencia
de lo que puede llegar a ser una definición de lo absoluto.
Necesaria,
invisible,
es ahí, en su no presencia,
sin dejar de lado
lo que consideramos vida nuestra.
El frío entra en nosotros como un torrente inquieto que busca el existir.
Una ausencia
de lo vivo
en el no-ser;
un vacío, una nada acogida a la oquedad de nuestro espacio.
Agazapado
espera
la oportunidad
del asalto último a la tierra
y en ella asentarse para matar la vida.
El viento está ahí.
Es —principio científico— tan solo aire que se mueve. Nada más.
Tan sencillo como eso.
Pero a veces
se vuelve airado
y se agita con furia, arrastrando en torbellinos aquello que encuentra
a ras de tierra.
Es así;
sin tacto;
sin sentirlo, apenas
una brisa
que agita las ramas
de los árboles que, agrupados,
conforman nuestros bosques.
A veces destroza
lo que encuentra
a su paso, cuando
la violencia desatada lo domina.
—Es el viento—
se dice cuando envuelve al hombre y lo lacera.
La lluvia es solo agua —verdad incuestionable—. Pero también puede ser Lágrimas del cielo
si nos sentimos cursis o poetas.
¡Qué tristeza trae
cuando la nube negra
se acumula, y abate
sobre la tierra
toda la carga que condensa!
Entonces todo se ablanda;
la tierra es barro
que humilla nuestros pies;
el cortinaje líquido enturbia la mirada
y difumina lo patente.
Los ríos cenagosos, los charcos en la tierra, y esta, ahíta,
apenas tiene fuerzas.
Solo el sol le devuelve
su alegría y su firmeza
Por eso es triste la lluvia
orque desvae la tierra!
Mar.
Limitado en lo profundo por la hondura
donde anidan abisales
las especies más extrañas. Y en la luz,
sin frontera que lo impida, siempre hacia arriba
solo cielos lo limitan.
Mar.
Es el acabar de todos los ríos —Manrique lo suscribe—
de nuestras vidas.
Nuestra muerte, ausentes las fronteras que impidan su llegada,
nos abre nueva experiencia
al otro lado,
donde todo es misterio,
todavía,
para el hombre.
El mar somos nosotros,
los que cada día que transcurre recordamos con nostalgia
las olas eternas en su linde.
Están ahí,
como la imagen
que vemos en marinas y postales, vírgenes todavía de contactos que contaminen su pureza. El mar somos nosotros,
permanece en nuestros ojos,
y la ola, ya rugiente, ya limítrofe, es la imagen permanente de la vida que contaminamos cada día.
Ese es el mar;
fluyente e incansable
en su ir y venir hacia la costa,
retrato nuestro que sin querer creamos como imagen fiel
que nos sustenta.
GuioMAR,
el hilo inexorable que nos conduce hacia nuestro final.
Yo estoy sentado aquí, en mi asiento.
Es de tablero claro, con vetas oscuras,
que dicen el bosque de donde las maderas que lo hicieron vinieron.
Tal vez en la cuenta del tiempo crecieron pujantes
las ramas,
y resueltas se alzaron
cargadas de frutos
que vencidos
cayeron.
Cosas que pasan
como nubes de cierzo
con rayos que buscan el árbol para abatirlo
contra el suelo.
Cuando no ocurre eso,
el filo del hacha
se encarga, por la mano del hombre, de hacerlo;
y con sierras mecánicas transforman al árbol sin vida
en cómodo mueble,
cama, mesa o asiento.
Siempre,
siempre estamos en deuda
con aquello que nos da la tierra sin que devolvamos
el trueque
cuando sería muy justo el hacerlo.
Y la tierra se calla,
y sigue ofreciendo la vida a los árboles, que altivos se engríen,
para que en todo momento
dependa de ellos este existir
que no merecemos.
Se perfila nítida, precisa,
como fondo del cuadro.
Emerge altiva, compacta, firme
como un seno de mujer.
Creo ver, o a tal vez me lo imagino, sus perfiles naturales,
sus señales de arboleda, jara, maleza, algún caminillo que serpea
al hilo del ascenso.
Muda, quieta,
como una verruga que le sale a la tierra, permanece.
La montaña es eso.
Una afirmación de la naturaleza
que está ahí, como enseñanza
de las cosas que nunca se comprenden.
creciendo en todo,
desde la hondura del pensar
hasta el hábito de la rutina.
Jesús García Moreno
nace en Valdeganga (Albacete) en 1953 y, de niño, se traslada a El Prat de Llobregat (Barcelona). Es Licenciado en Historia por la UNED, poeta y editor. Ha vivido en Madrid, donde se introdujo en distintos ambientes poéticos que contribuyeron a ampliar su bagaje literario. Ha participado en múltiples recitales, conferencias y homenajes.
Ha publicado dos cuadernos de poesía y dos poemarios: Entre palabras (Poesía eres tú, 2013) y Más allá de las palabras (Ediciones Rilke, 2019), este último escogido por la Asociación de Editores de Poesía del Estado español (AEP) entre los doce mejores libros de poesía del año 2019. Actualmente vive en el Prat de Llobregat y es miembro de Tintablava, Associació d’escriptors del Prat, entidad con la que colabora en sus tareas de difusión cultural y literaria.
Es, también, secretario del jurado del premio internacional de poesía Rafael Alberti. Su producción ha sido principalmente en castellano, pero posee también una parte de su obra en catalán, que espera vea la luz algún día.
De dónde viene ese olor
De dónde viene ese olor.
De dónde viene.
Como un invierno
marchita las plantas en los parques
y congela el agua en las fuentes.
Su hedor dobla esquinas,
recorre calles.
Atraviesa corazones.
Llena las colas del pan
y vacía los bares.
Envuelve en su niebla
escuelas y universidades.
Cierra fábricas.
Clausura hospitales.
De dónde viene ese olor.
De dónde viene.
Subasta la justicia
deshumaniza las leyes
corrompe conciencias
seduce voluntades.
Sube por los desagües
de las tramas financieras,
penetra en los bancos
como una tormenta,
arrasando presentes,
arruinando futuros.
De dónde viene ese olor.
De dónde viene.
Si no fuera otoño
Si no fuera ya otoño,
desde mi asiento en la barra del bar
diría que estamos en otoño.
Pero solo es una sugestión.
Desde este rincón de la ciudad,
inerte al paso del tiempo,
no pueden apreciarse
los cambios de estación.
Antídoto contra la desilusión
Cada vez son más atrevidos.
Se acercan y cogen las migas de pan
con el pico.
Un ojo redondo hacia arriba, despierto,
el otro mirando la miga en el suelo.
Cada día a la misma hora.
Cada día en el mismo banco,
el mismo rito,
como antídoto a la desilusión,
como medicina barata para el desengaño.
Ya no quedan obras para observar,
ni obreros que criticar,
al amparo de la ociosidad.
Solo ese ojo receloso,
sin una condescendencia a la generosidad.
En guardia, siempre pendiente de un gesto,
de una mueca mal interpretada
y… vuelta a empezar.
No lejos, en otros bancos,
voces recias lanzan brindis al sol del ayer,
entremezclados con improperios
al nublado pertinaz,
ese que no se nos quiere quitar de encima.
Los gorriones nunca serán astronautas
Los halcones tratan de romper,
con la fuerza de sus picos
y el impulso de sus alas,
la barrera azul
que los separa del infinito.
Pero al faltarles el aire
a medio camino,
caen extenuados.
Los gorriones nunca serán astronautas.
Ellos prefieren el suelo.
Presagio de futuras tormentas
Los hombres escondidos tras los árboles
incitaban con maña a las palomas
para lograr que entraran en los sacos,
luego, las golpeaban contra el suelo.
En la profundidad de los jardines,
ajenas al desastre, las abejas
recolectaban polen ya infecundo
por la contaminación del ambiente.
El lamento marchito de las flores
y el áspero quejido de las aves
se esparcían exhaustos
entre la hierba mustia y el aire denso.
Atrapadas en el vaivén
de sus columpios,
las criaturas sollozan impotentes
bajo una niebla gris
que, oscureciendo el cielo,
presagia futuras tormentas.
No les dejes jugar con tu futuro
No tendrás un mañana libre y pleno
si les dejas jugar con tu futuro.
No es un presentimiento
ni una vacilación.
Es una certidumbre
eclipsada por esa obscuridad
sobre cuyos límites pantalleas.
Obscuridad en la que buscas luz
rasgando con las uñas, a jirones,
un firmamento sin estrellas
en mitad de la noche.
Bajo de las alfombras de los pasos de cebra
Bajo las alfombras de los pasos de cebra
no hay restos de comida.
Allí nadie se para a merendar,
ni por fotografiar los monumentos.
Las envolturas de los bocadillos,
las bolsas de plástico, los cartones
y los envases vacíos
yacen, más arriba, en la acera,
bajo los soportales,
entre olores a orines, cartones
y alguna manta vieja.
Los pasos de cebra son como
vados de río inexplorados
que se atraviesan cargando con todo,
sin añoranzas ni rencores.
A la búsqueda de una nueva Icaria
conducido, tal vez, por el recuerdo
de algún sueño perdido
en cualquier bocacalle transitada.
Él está allí, en la entrada.
Siempre está allí,
con su gorra y su sonrisa.
Como presencia de ébano
radiante, que no se disipa
cuando evitas su mirada
y con improvisación,
perfectamente ensayada,
a sus ¡Buenos días!
Un, buenos días, titubeante,
se te escapa.
De reojo has visto una sonrisa,
un gesto amable en su cara oscura.
Has pasado como otras veces junto a él.
Te ha saludado.
Te ha sonreído.
Y sigue sin pedirte nada.
Comprensivo con quienes lo ignoran.
Afable y cooperador con quien,
por unas monedas, le pide colaboración
al salir con el carro de la compra.
«¿Qué lleva siempre bajo el brazo?
¿Una revista, un diario?»
Al salir del supermercado
te fijas bien,
le miras directamente a los ojos.
—¡Adiós! —Escuchas.
—¡Hasta luego! —Respondes con voz clara.
«¿Es el mismo de siempre?
No. Se parece, pero es otra persona.»
Sí, puede que algo en ti
esté cambiando.
Un hombre canta, un niño escucha
Un hombre canta con una guitarra.
La luz de la tarde
alarga la sombra de su cuerpo
sobre la acera
y encoge los edificios de la calle.
Los viandantes
pasan con la cabeza gacha,
sin detenerse.
La gorra a sus pies, vacía.
Desde el fondo de un mundo
que se adivina reciente,
casi sin usar,
un niño retiene a su madre
estirándole la mano…
Parece escuchar atento.
—Mama, ¿Por qué canta ese hombre en la calle?
—No sé, hijo, quizás porque no encuentra trabajo.
Sus ojillos miran la gorra vacía.
Su madre deja caer una moneda.
El niño lo saluda con la mano.
Mientras se alejan, por los callejones
rebota el eco desilusionado
de una voz sin armonía…
Desde el zaguán del teatro
El Sol declina
por la pendiente de la vida
bajo el intenso rojo de las nubes.
Los tejados se yerguen
a través de la polución,
para mejor contemplar el crepúsculo…
—¡Cielo rojo, mal tiempo, mañana o lluvia o viento!
Las sombras cubren fachadas y aceras
mientras las nubes pierden su rubor
y formalizan su estructura.
Todo se vuelve gris…
—¡Todo se vuelve oscuro!
…Todo se vuelve gris por un momento.
Algunas farolas enseñan,
tímidas, su incipiente resplandor,
mientras que los anuncios parpadean
reincidentes mensajes mudos.
—¡Publicidad es lo que falta!
El rojo del semáforo
inmoviliza coches y autobuses,
deslumbrando a los peatones,
que con precipitada decisión
cambian de acera…
—¡Vaya! ¿Y por qué no de criterio,
para que algo más cambie?
Una tarde más…
—¡Una tarde menos!
…Una tarde más, se le ve recostado,
sobre los escalones,
en la puerta del teatro
—¡No deben ser las siete,
Las hojas secas
Las hojas secas corren por la calle
jugando con el viento.
Las procesionarias transitan,
con obstinado celo, las aceras,
por entre botas de charol brillante
que con paso marcial
y con una adiestrada diligencia,
vigilan las hileras ordenadas
de las procesionarias.
De vez en cuando,
los perros se detienen,
levantan una pata
y orinan indolentes
sobre cualquier esquina.
Las botas, ajenas al hecho,
prosiguen impasibles con su marcha.
De cuando en vez, las botas de charol
aplastan algunas orugas.
Ellas lo aguantan todo,
sin gestos de dolor, sin un gemido,
siguen por las aceras transitando,
con su tenaz ofuscación.
Mientras, las hojas secas se rebelan,
se agitan libres y se elevan,
llevadas por el viento,
sobre el asfalto gris de la calzada.
La avenida de los bancos antropófagos
En aquel tranquilo paseo,
los viejos bancos de piedra,
una mañana fría, despertaron
hambrientos y, abriendo sus fauces,
engulleron a quienes descansaban,
confiadamente sobre ellos,
cerrándose luego, ya ahítos,
sobre sí mismos,
como viejos sarcófagos de iglesia.
Los perros desde los balcones
emitían aullidos lastimosos
al aire. Solo algunos transeúntes
vieron el incidente.
Las fuerzas públicas llegaron tarde,
aunque emitieron preceptivo informe.
Las autoridades se concentraron
para deliberar
en sus despachos oficiales.
Sin pésames ni abrazos.
Sin cruces ni responsos.
Sin juicio ni condena para nadie,
se dio por acabada la sesión.
¡Se hacía tarde!
Las ratas no lo saben
Las ratas al salir de sus cloacas se asombran:
¡Los humanos están disputando con ellas por la basura!
Y eso ha sido siempre patrimonio suyo.
Las ratas no lo saben. Ellas lo ignoran…
Esa acción solo es —bien lo sabemos—,
una excentricidad más de las personas.
Pero ya los guardianes de la moral,
que siempre velan por las buenas costumbres,
han tomado las oportunas medidas.
¡Los infractores serán severamente castigados!
Serán proscritos, confinados en las alcantarillas,
con aquellos que abusan de la caridad del Estado:
Con los vagos y maleantes, con los enfermos crónicos,
los parados, los viejos, y los molestos emigrantes…
Para evitar infracciones, se usará a la fuerza pública:
Un vigilante por contenedor de materia orgánica
y en la boca de cada cloaca, una pareja armada.
¡No puede estar permitido, por el bien de nuestra imagen,
que ningún ser humano les dispute la comida a las ratas!
Silencio en el comedor
Tras la cola angustiosa,
hay silencio en el comedor,
esperando la caridad
que les procura el alimento.
Ambiente denso. Luz irrespirable.
Tras el cristal un cielo gris, lloroso.
Sentado, los minutos son eternos.
La mano resignada, toma el pan,
y lo va migando, despacio,
dentro del plato, en la sopa caliente.
El peso de la falsa certidumbre,
de la seguridad perdida,
sigue martilleándole las sienes
con su recuerdo
Rapaces nocturnas
Las conciencias son duras
como las puntas de sus botas negras.
Odian la diferencia.
La pobreza rebelde y altiva
los alarma y enfurece.
Como las rapaces nocturnas,
avanzan por los callejones
en parvadas uniformes y compactas.
Buscando víctimas en la que descargar
su temor a la libertad.
En un zaguán, bajo un solitario portal,
las botas patean un cuerpo
dormido entre cartones.
Los eslabones de sus cadenas
chispean contra la acera.
No se oye ni un quejido,
ni un lamento que les alegre la noche…
La sangre y el dolor inundan la calle.
Brazo en alto, entre gritos y soflamas,
los agresores se disuelven
en la oscuridad de la noche.
Esto mañana no será «portada»
en ningún diari0.
Escrito en un cartón
Escrito en un cartón,
se diluye, ilegible bajo el agua,
la tinta de un mensaje.
En las aceras las baldosas brillan,
como espejos oscuros,
reflejando zapatos que caminan,
entre charcos y losas sueltas,
salpicando a los bultos
que yacen guarnecidos
debajo del dintel de los portales.
Por un momento
todo es prisa, motores en acción,
semáforos en ámbar, confusión.
Cuando el fragor decae,
derrotado por la inclemencia,
un oscuro rumor de soledad
acorrala a la noche,
quizás, solo quizás, humanizada
por el ritmo asonante
de las gotas de lluvia
al golpear en los cartones
extendidos sobre la acera.
Solo
Solo, siempre se le ve solo,
con la espalda encorvada
entre el bullicio de las calles.
Se le pueden contar
en las arrugas de la cara
los desengaños, las renuncias.
Solo, siempre se le ve solo,
a la deriva, solo y derrotado.
Sin rendición posible.
Sobre el asfalto se le ve
en cualquier rincón de la ciudad
exiliado de la existencia
tras tanta vida derramada.
Rey de un mundo sin tiempo
Si las esculturas del parque quisieran
podrían contarnos su historia.
Las estatuas oscuras,
con la tez llena de excrementos de paloma,
prefieren conversar entre ellas
a escuchar el silencio de la noche.
A la hora en que los sintecho
nos hacemos los dormidos
bajo la luz de las farolas,
ellas despiertan.
La oscuridad abre un lapso
entre pasado y futuro,
el ayer olvidado y el mañana perdido.
¡Ahora es ahora!
Dueño de uno mismo.
Rey de un mundo sin tiempo.
Abro un ojo, entre un pliegue de la manta roída,
espío los cuerpos bañándose en la fuente.
Gozo sus perfiles desnudos,
sus gestos sensuales, descuidados,
y al arrullo de sus conversaciones,
ya satisfecho,
me dejo vencer por el sueño.
Sin triunfos ni laureles
Bajo el asfalto no hay árboles
ni pájaros volando.
Debajo del asfalto no hay albas
ni pueden verse las puestas de Sol.
Hileras de seres humanos
convergen y divergen en oleadas
hacia los túneles abiertos
debajo del asfalto,
en donde no se puede oír
el rumor de la lluvia,
ni sentir la fragancia de las nubes.
Sus vidas, controladas
por vigilantes hieráticos
y contabilizadas
por algoritmos automáticos,
son dirigidas a una meta
tras de la cual, sin triunfos ni laureles,
su existencia culmina.
El cielo de Madrid
El cielo de Madrid llora
lágrimas de luz oscura
sobre las cúpulas huecas
de las iglesias barrocas.
El cielo de Madrid tiene
un aire turbio que hiere,
en sus mástiles enhiestos,
a las banderas de muerte.
El cielo de Madrid carga,
sobre sus ocres tejados,
crepúsculos oscuros,
noches sin luna
y miradas ausentes.
El cielo de Madrid sufre,
aterido entre la niebla,
dolores de amanecer
que le queman las entrañas.
El cielo de Madrid tiene,
para la gente honesta,
los accesos vigilados
y cerradas las puertas.
Ese quebradizo cielo
tiene sus días contados
porque el pueblo de Madrid,
soñando un futuro nuevo,
quiere tender el pasado,
por los tejados, al viento.
Perdido en un río de asfalto.
Náufrago bajo un ciel
y hallar, entre las ch